UN DÍA COMO PROFESOR
MIGUEL ANDRÉS CASTAÑO
PEÑARROYA-PUEBLONUEVO (CÓRDOBA
UN DÍA COMO PROFESOR
Todos los días me levanto con muchas ganas de
llegar al trabajo. Pienso que lograr que mis alumnos
sean personas mejores y más formadas es algo
hermoso. Yo sigo con mi vocación, aunque tomo
conciencia de que predico en el desierto cuando
muchos de ellos hablan acerca de su futuro. Utilizan
frases como las siguientes: «quiero ser gambero, como
mi padre» (sea lo que sea un gambero, que aún no lo
sé); «lo mejor es ser albañil, porque ganan diez mil
euros al mes» (aún no sé de dónde han sacado esa
información y si yo estoy haciendo el canelo dando
clases); «yo me tiraré a una famosa y saldré en todos
los programas del cotilleo para ganar una pasta» (lo
peor es que esto me lo dice un chaval que se cae de
la silla por los dos lados a la vez, debido a un sobrepeso
a base de grasas manufacturadas; quizás su arma
secreta para conquistarla es que huele peor que la
cama de un oso)…
Desayuno temiendo que aparezca alguna noticia
de violencia escolar porque si mis alumnos la ven,
acabarán por mimetizarse con el culpable –
aprendiendo nuevas tácticas con las que acosarse
entre ellos, pegarse entre ellos, humillarse entre ellos
…o, lo que es peor: acosarme a mí, pegarme a mí,
humillarme a mí…
Mi viaje hasta el instituto es un perverso y continuo
f r e n a - p r i m e r a - f r e n a - r e c i b e u n i n s u l t o d e l
cochededelante-primera-frena en el atasco de la
mañana. Para más inri, tengo que dejar el coche a
casi un cuarto de hora del instituto por la falta de
aparcamiento que ulcera mi ciudad. A veces lo
agradezco porque a los niños les evito la tentación de
que utilicen sus puertas como pizarra y las llaves de
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su casa (la casa en la que maquinan maldades) como
tizas apócrifas. La mejor parte de mi vida es que, si
alguien me lo roba, no tendré problema para
recuperarlo. Uno de los chiquillos que ha decidido
que, cuando sea mayor, va a pasar droga, como su
padre (este oficio sí lo conozco), se lleva bien conmigo
y lo encontraría en un periquete.
– Si le mangan un día el coche, «profe», me lo dice
a mí, masculla. Mi «viejo» se lo encuentra rápido y se
lo lleva a casa en un momento.
Es un placer que una criaturita como esta te quiera
y te llame de usted.
El pobre es un inocentón que, para un día que
participó en la clase, nos descubrió uno de los negocios
de su familia.
– ¿Sabéis cuándo se recogen los melocotones?,
pregunté para romper el ritmo de mi clase de
geografía.
Me sorprendió ver una mano alzada y lo conminé
a participar
– Por la noche, «profe».
– ¿Por la noche?, dije como un eco tintado de
interrogantes.
– Mi tito y yo vamos a recoger los «malacatones»
por la noche. Saltamos la valla, subimos al árbol,
meneamos la rama y los metemos en la camioneta.
La familia del angelito no tiene desperdicio.
Demasiado bueno es él para el ambiente que le rodea.
Cuando llego a mi primera hora, tengo que
codearme con los niños más pequeños, los de primero
de la ESO. Me paso la mitad de la hora con los ojos
desenamorados, tratando de evitar que se maten. No
logro siquiera que se sienten en su sitio, porque en
alguna etapa de su formación olvidaron enseñarles
que se está más cómodo sentado que de pie. Tampoco
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he conseguido que contengan sus necesidades en la
vejiga más de diez minutos.
– ¿Puedo ir al servicio a mear?, dice uno
cualquiera, ignorando la expresión turno de palabra y
vocablos como miccionar u orinar.
– Pero… si acabamos de entrar, le espeto indignado.
– Es que me meo, es que me meo, gimotea.
Así que me veo en la obligación de evitar un
desastre con hechuras de catástrofe fontanera y le
permito escaparse un minuto (que se convierte en
cinco por arte de prestidigitación). Antes les decía
que me explicaran qué harían si tuvieran que estar
dos horas sin ir al baño. Su respuesta huyó del campo
teórico y se presentó ante mí durante una excursión.
Cada cinco minutos protestaban porque el conductor
no paraba (de haberlo hecho, creo que habría dejado
abandonado en medio del campo a más de uno).
Otro tema que me hace confiar en ellos y en su
futuro son sus exámenes. Al corregirlos, leo respuestas
como las siguientes:
«El Nilo es el río más largo de Andalucía».
«La capital de Francia es Barcelona»:
«Los cinco continentes son España, Murcia, Francia
y Japón».
«Tres ciudades con mar de España son Madrid,
Osasuna y Balencia».
Al dueño de tan privilegiada cabeza le tuve que
aprobar porque acertó una de tres en la última
pregunta y supo que el Nilo era un río (mientras los
demás hicieron una bola de papel con el folio del
examen y se la tiraron a un compañero). Los puntos
que le faltaban hasta el aprobado los logró porque
tiene buen comportamiento en clase y además copió
cinco veces la palabra «Valencia» bien escrita en su
cuaderno.
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Cuando les digo durante las explicaciones si hay
alguna pregunta, no suelen levantar la mano (sospecho
que ni siquiera me escuchan). Cuando las alzan con
interés, es para descubrir aspectos de las asignaturas
poco relacionados con la cultura general:
– «Profe», ¿eres virgen?
– «Profe», ¿por qué no puedo comerme el bocadillo
en clase?
– «Profe», ¿a quién crees que van a echar del Gran
Hermano?
Mi primer día cometí el error de caer en su trampa
y responder a algunas de ellas, aunque me arrepentí
inmediatamente.
– «Profe», ¿de dónde eres?
– De Salamanca, respondí.
– ¿Eso está en Albacete?
– No, en Castilla y León, repliqué con voz litúrgica
y tono condescendiente.
– Casi acierto, como las dos están al lado de
Barcelona…, añadió el pequeño mequetrefe con la
prepotencia propia del empollón de la clase.
El problema es que resultó ser el más brillante de
los alumnos de ese grupo (el del Nilo y «Balencia»).
Más tarde me voy con un grupo de tercero de ESO,
que seguramente celebre los diez años de abandono
del instituto en el ala sur de la prisión más cercana.
La única posibilidad de que no coincidan allí es que
les dispersen por distintos puntos de nuestra
geografía, debido al riesgo que entrañan todos juntos.
Un día uno de ellos clavó una navaja en la mesa y
me preguntó:
– ¿Puedo dejarla aquí?
Pensé que era mejor no enfadarle y respondí:
– Mientras no la uses contra nadie, sí.
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Mi único objetivo con ellos durante el curso es que
ni me maten a mí ni se descuarticen entre ellos.
También intenté que escribieran bien sus nombres,
pero se negaron.
– García lleva tilde, le dije a Jonathan García.
– Porque usted lo diga. Mi padre lo escribe «asín» y
asín» tiene que ser.
Ante tamaña argumentación, no pude encontrar
un razonamiento mejor para demostrar mi tesis.
Un día en el que debían estar alineados todos los
planetas, logré que trabajaran la educación en valores.
Nos centramos en el respeto y la igualdad entre
hombres y mujeres. Les propuse que hicieran un mural
que les motivara a respetar más a sus profesoras (a
las que siguen considerando meros objetos).
Entre varios, hicieron un cartel que ponía:
«devemos respetar a la profesora/o». No quise
corregirles, por si perdían interés en el mensaje.
Desde entonces, esa cartulina preside el aula.
Muchos camaradas me han preguntado con sorna qué
es un profesoro.
Hablando de los docentes, lo mejor de todo es el
compañerismo que se respira entre el profesorado.
Algunos de mis colegas han decidido desbancar al
director y a su camarilla para lograr tener las
reducciones horarias que atesora el cargo y que les
permitiría permanecer menos tiempo en el aula.
– ¿Tú con quién estás, con la directiva o con los
profesores?, soltó un día uno de los «salvadores de la
plebe docente frente a la amenaza de la aristocracia
de la directiva».
– Yo es que vengo aquí a dar clase, a que los
alumnos aprendan.
Me miró como si le hubiera contado que yo venía
de Ganímedes y que mi único objetivo en la Tierra
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era comerme un bocadillo de chorizo cubierto de
mermelada.
Cada vez que tengo que tragarme una de estas
charlas sufro porque me quitan tiempo para escuchar
las sempiternas discusiones que tenemos acerca de
los nuevos planes de educación. Los políticos que
llegan nuevos al gobierno se deciden a cambiarnos
cada cuatro años las normas del juego. Sé que son
discusiones banales pero me fastidia no participar en
ellas. Me encanta escuchar que el gran problema de
la educación es tener o no tener clase de religión.
Siempre confío en que quien tenga que decidir si
perpetuarla o declarar su extinción acierte (ya que
así se acabarán problemas como el fracaso escolar,
el analfabetismo funcional del alumnado, la total
ausencia de cultura en los adolescentes, el acoso
escolar…).
Pero los mejores días llegan tras la época de
evaluaciones:
– ¿Por qué me has suspendido, «profe»?, me suelta
uno de los chavales asaltándome por los pasillos.
– Porque en los tres exámenes que me has hecho
no has tenido más de un dos en ninguno.
– Pero… podías haber tenido en cuenta el
comportamiento, sus palabras rezuman súplica.
– Es que te pasas el día hablando y ya te he tenido
que separar dos días de Gutiérrez para que no le
pegaras.
– ¿Y la libreta no ayuda?
Recuerdo que su cuaderno es un enjambre de hojas
semidescacharradas, sin pastas, llenas de tachones,
cartografiadas por dibujos obscenos y acabo por
concluir que su escala de valores es distinta de la
mía y que no me va a entender aunque se lo explique.
– Mira, me lo pensaré, me despido.
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Pero lo mejor de todo, lo más divertido, son los
padres que vienen a ver cómo les va a sus hijos. Su
único propósito es que los profesores seamos como
encargados de un aparcamiento. Ellos meten el coche
y lo sacan sin abolladuras ni golpes. Por supuesto, su
gran preocupación es que no expulsemos a su
criaturita.
– ¿Por qué me lo van a expulsar?
– Porque habla con los demás y no deja al profesor
dar su clase.
– Son ellos los que le hablan a él. Lo que le pasa
es que es muy sociable.
– Y le pegó un puñetazo en la barriga a un
compañero.
– Eso no es así. Permita que se lo explique, fue el
otro en que le dio un barrigazo en el puño.
– Además, no muestra interés y ha suspendido
todo.
– Eso no me importa, lo que quiero es que no me lo
expulse usted.
Eso sí, a veces se derrumban y dice:
– No lo entiendo, no sé por qué se porta así. Mira
que le he regalado una moto porque me prometió que
iba a ser bueno y a no meterse en líos.
– Pues castíguele ahora usted sin moto, les
propongo sin comprender cómo han podido premiar a
sus descendientes por no hacer nada durante años y
ofrendar un cambio imposible.
– Ay, pobrecito, con la ilusión que le hace ir por
ahí con la moto nueva. Ya veré si encuentro algún
otro castigo – y se secan las lágrimas. Hagan ustedes
el favor de no expulsarlo.
Cuando vuelvo a casa intento desconectar de todos
los temas que me han ido arrollando por la mañana y
me acuesto. A veces tengo algunas pesadillas en las
que soy viejo y me reencuentro con mis alumnos.
Mi abogado defensor es Peláez, que no es capaz de
redactar cuatro palabras sin cometer alguna tropelía
sintáctica u ortográfica. La médico que me tiene que
operar es Lucía Santamaría, que no distingue el lápiz
del bolígrafo cuando les exijo que los exámenes se
hagan con tinta azul. El arquitecto que me construye
mi chalet en la playa es Garrido, que no es capaz de
dibujar un triángulo sin hacerle un cuarto lado.
La mañana siguiente me vuelvo a levantar y pensar:
me encanta ser profesor y lograr que mis alumnos se
conviertan en personas de provecho
Libro ganadores.pmd
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